El grupo terrorista Estado Islámico, autoproclamado califato, se ha asentado en un amplio territorio controlado de Irak y Siria por radicales fieles a Abu Bakr al-Baghdadi, que se ha autoproclamado califa de todos los musulmanes.
El mal llamado Estado Islámico ni es estado, ni es verdaderamente islámico, sino un grupo terrorista cuya estrategia, como bien llamado grupo terrorista, ha sido la universalización del terror bajo la más cruel de las dictaduras, la destrucción de los derechos humanos y la degradación de las personas. Todo ello camuflado con políticas sociales (el hambre es muy mal consejero y de eso no se dan cuenta muchos políticos occidentales) y decorado de multimedia.
Los propios musulmanes lo califican con el nombre de Daesh, que son las siglas del estado islámico, ISIS, en árabe. A los terroristas les irrita porque alude a otros significados como el que siembra la discordia y han anunciado que cortarán la lengua al que use este nombre.
Entre sus aberrantes barbaridades están los numerosos vídeos, distribuidos a través de las redes sociales, de ejecuciones de prisioneros, decapitándolos o quemados vivos en una jaula como el piloto jordano Muadh al Kasasbeh, cuya madre falleció de dolor.
Otras muestras de su salvajismo son la decapitación de cristianos, el arrojar homosexuales desde lo alto, la violación y esclavización de mujeres y niñas yazidíes o la destrucción de obras arqueológicas milenarias. No existen para ellos ningún tipo de escrúpulo o norma moral. Sudegeneración llega hasta el punto de dar de comer a una madre la carne de un hijo secuestrado.
La última salvajada, esta vez de Al Qaeda en Siria (al mando de Jabhat al-Nusra), una mujer que viste hijab (velo) y un chaleco rojo es acusada de adulterio y ejecutada en plena calle.
El Estado Islámico ha condenado la acción. Una condena ridícula porque entre el mal llamado Estado Islámico y Al Qaeda están enfrentados en una competición a ver quien supera al otro en maldad.
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